034. CON LUIS SUÁREZ Y LA EXALTACIÓN DE LA SAETA.

18 03 2010

Hace unos días Luis Suárez me brindó el honor de dar un paseo por sus reinos domésticos y sentir esa venerable sensación de pisar tierra santa de este Puerto Santo de pintores, poetas e historiadores. No voy a ser pelota ni cosa parecida. Sólo puedo decir que, como uno de los máximos galardones de mi vida, Luis Suárez me aprecia y eso, señores… uf. Ya vale por un cargo plenipotenciario en la ONU de la buena gente.

Luis me pasó su exaltación de la saeta que pronunció  en 1998 para su hermandad del Nazareno y quiero compartirla con vosotros. Venga esa copita y vamos a escuchá…

«Mi natural sereno, sosegado y reflexivo, en nada casa con la condición de un exaltado en el sentido de quien se deja arrebatar de una pasión perdiendo la moderación o la calma. El sentido del equilibrio y de la medida es una virtud que me creo en la obligación de tratar de alcanzar. Por esa misma razón raras veces he sentido la emoción que llega al paroxismo de quienes se han rasgado las camisas, se les han puesto los vellos de punta o se han tirado por un balcón, cosa que se cuenta de uno de Sanlúcar, en el siglo XIX, cuando escuchó a Tomás El Nitri cantar una saeta. Se ha hecho costumbre que para exaltar algo hay que ser un exaltado. Y ni yo me exalto con facilidad, ni yo exaltaría algo que no lo mereciera.
El caso es que, lejos de hacer una lírica exaltación, me voy a contentar con recorrer el mundo de la saeta, picoteando la historia, la antroplogía religiosa, la etnología, la literatura tradicional y escudriñando en mis propias vivencias y recuerdos. A lo mejor, no es lo que ustedes esperaban de mí, pero es lo que yo, hoy, con todo el cariño del mundo, puedo ofrecer.

Desde una perspectiva simplista, podríamos decir que la saeta es cante y oración; que es un tratado mínimo de vida espiritual; es una llamada de atención sobre el momento de la Pasión de Cristo que se pone ante los ojos de una muchedumbre que contempla entre un mar de cabezas humanas , o desde un balcón, o desde una reja, cómo un hombre o una mujer anónimas lanzan un mensaje brevísimo que rasga el aire, como una flecha enamorada.
No en vano, se le llamó saeta. Sagita, flecha.
José María Salaverría dijo, conmovido por la saeta que «estamos frente a una de las manifestaciones más vivas de lo patético».

Pero de la saeta conocemos el resultado final; conocemos cómo, al cabo del tiempo, ha llegado hasta nosotros. Por eso yo quisiera hacer una reflexiones sobre su trayecto, sobre su naturaleza, sobre sus principios y orígenes, de cómo terminó en flamenca; de cómo un cante ha llegado a serlo; de qué mecanismos se vale; qué requisitos estéticos son los que mueven toda esta trama misteriosa.
No cabe la menor duda de que estamos ante un hecho tradicional. La tradición viene de tradere, del latín, entregar, dar. Y el cante en todas sus facetas está hecho de múltiples entregas del testigo cultural de cada tiempo, como en una carrera de relevos, con resultados tan efímeros e irrepetibles que no hay dos veces que cuando se cante se cante igual.
El cante es el resultado del trasiego de muchos y variados elementos, materiales de derribo y acarreo que completos o truncos han llegado a tener una forma propia y una nueva manera expresiva. El cante se ha forjado con materiales preexistentes, todos ellos de origen español rodados por los cauces misteriosos de la tradición oral, que apoyada en los solos y frágiles testigos de la memoria y el oído han llegado a nosotros en varios y singulares estados de conservación, degradación o contaminación.
Lo castizo, viene de casto, de puro. Es lo que configura una casta. Pero lo que pasa por castizo no es sino lo más mixto e impuro que existe. Aquello que pasa por ser la carátula tópica de la españolidad, por ejemplo el cante flamenco, está forjado por integración de múltiples elementos. Ricardo Molina escribió que con el cante pasa lo que con fenómenos tan excelsos de la cultura, como la griega, que se han hecho por integración.
Y todo lo tradicional no tiene por qué ser popular. La tradición se da tanto en las clases altas como en el pueblo llano y, a veces, en el tiempo, cambia de mano, cambia de casta y configura otra cara de lo castizo.
Por poner unos ejemplos, cuando el Romancero deja de interesar a las clases nobles y ser interpretado por las capillas de música de sus palacios, viene a interesar al pueblo llano, a la gente llamada rústica y escandalosa. Y cambia de mano; cuando el toreo a caballo deja de ser practicado por la nobleza, la gente de los mataderos lo convierten en toreo a pie. Y cambia de mano; cuando las rudimentarias aparejadas de mulas paras las diligencias y galeras, se convierten en la lujosa guarnición calesera que el Ayuntamiento de Sevilla regala a Isabel II en 1862 y de ella la copian los duques de Montpensier y de ellos y toda la burguesía agraria de la Baja Andalucía, se ha hallado el prototipo de guarnición andaluza y ha cambiado también de mano; cuando los trajes de las gitanas, prohibidos por la pragmáticas reales desde la de 1499, hasta la de 1783, comienzan a ser vestidos por la alta sociedad para los bailes de máscaras, terminan por ser el traje típico de la mujer andaluza, que lo luce en las ferias y romerías. Y ha cambiado de mano.

En el cambio de casta, en el cambio de mano, está también la enjundia de lo castizo. Estas consideraciones me llevan a escudriñar en la formación de esta manifestación de las Semana Santa bajoandaluza que es la saeta. ¿Cual es su origen? ¿cuántas veces ha cambiado de mano?
Pero todo lo tradicional tiene orígenes imprecisos. Don Ramón Menéndez Pidal, parafraseando el texto del evangelio de San Marcos, dice que lo tradicional no tiene autor, su autor es «legión». Y es cierto. Todo lo tradicional llega a forjarse y fijarse por vericuetos imprevisibles, entre gentes diversísimas, sobreviviendo a tiempos y a modas; volviendo incólume después de pasadas las modas momentáneas e inconsistentes. Lo tradicional aparece a nuestros ojos desvestido de atavíos pretenciosos, fijado, con tufo de autenticidad, pero no amojamado. Su propio autor colectivo le ha prestado lozanía, movilidad y garantías de supervivencia.
El olvido es un potente agente creador, que ha fragmentado lo largo y lo ha hecho corto; que ha introducido variantes inconscientes y lo ha convertido en otra cosa. La heterodoxia también es un elemento distorsionador, pero a veces sumamente creativo; el mimetismo es igualmente potenciador y chispa que acaso dispare la carrera de la tradición; la veneración y respeto de que goce un sujeto singular en el núcleo donde vive, también. A todos estos avatares está expuesto lo tradicional y todos ellos lo configuran.
Juan Ramón Jiménez dijo que no hay arte popular, sino tradición popular del arte. Y es que el arte, cuando ingresa en la cadena tradicional del pueblo, lo hace desde otras perspectivas y con otros resortes. Ahí está la distinción que «Demófilo» hacía de la humanidad niña y la humanidad adulta, para distinguir lo popular de lo culto. La distinción está en las maneras, en las sensibilidades, en los recursos, en lo vivido, en lo andado, en lo desandado…
Manolito de María el cantaor, primo del emblemático Joaquín el de la Paula, decía que cantaba así de desgarrado, porque se acordaba de lo que había vivido. Y la jerezana Tía Anica la Piriñaca apostillaba que cuando cantaba bien la boca le sabía a sangre. Y es que el cante está genéticamente encastrado en las vivencias propias de cada cual, en la sangre, en los ancestros, en cada casa cantaora.
El cante siempre fue doméstico, casero. Su solar estrechísimo, en tan sólo unos pocos pueblos y ciudades de Andalucía La Baja. Tan estrecho como la silla, el rinconcito, la casapuertita:
La silla donde me asiento, tené compasión de mí, que cantan por bulerías.
«En este rinconcito/ dejarme llora…», que dice la siguiriya.
o «…en esta casapuertita, revolcao en sangre», de la desgarradora cabal.
Pero su ámbito es también el total espacio:
«Me asomé a la muralla,/ me respondió el viento…! de aquella impresionante siguiriya gaditana.

Si el cante fue doméstico, casero, íntimo antes de que deviniera en mercancía ofrecida en las botillerías y cafés cantantes, antes de que se manifestara en teatros, salas de fiestas; antes de que se grabaran placas de gramófono, discos de vinilo y aparecieran cultivadores ajenos ¿Por qué razón la saeta es una manifestación pública?
Y se me ocurre que la adopción por los gitanos, tanto del Romancero, del cancionero tradicional de los siglos de oro, y fanáticamente de la religión mayoritaria, bien que compaginándola con la quiromancia y las artes adivinatorias, no son sino una salvaguardia de sus propias personas, es abanderarse con aquello prototípicamente español para sobrevivir a las despiadadas persecuciones de que fueron objeto.
Por otro lado, Thomas Mann, escribió con acierto que «…los hombres que viven en una tierra que no es la propia, sino adoptada, suelen desplegar las características nacionales en forma más vigorosa que los nativos…»

Y esto es lo que sucede. Todo aquello que los identificó con los andaluces y los apartó del modelo proscrito lo fueron adoptando. Pero, a la vez los bajoandaluces fueron agitanándose, como escribió Demófilo en 1881, y los gitanos «agachonándose», que dijo el mismo Antonio Machado Alvarez. Y es que los gitanos representaban lo distinto, lo exótico, lo admirable, incluso lo prohibido y lo bajoandaluz un atractivo filón expresivo.
El sedentarismo de los gitanos bajoandaluces propició también los préstamos mutuos culturales, porque como escribió Unamuno en unos versos: «Sólo el agua que está quieta florece…» Así entre los gitanos trashumantes no ha quedado viva ninguna manifestación de las que los sedentarios han sido capaces de conservar cuando nosotros, los castellanos, las hemos olvidado.
La atracción por el fenómeno religioso, muy «sui generis», los convierte en exhibidores, tal como los conversos. Y no es fenómeno único: el madrileño, el catalán, el vasco o el japonés que aprendió a bailar sevillanas en una academia, quiere aparecer en El Rocío más almonteño que los propios almonteños; el imbécil que se codea accidentalmente con un humorista profesional, más chistoso que éste; el judeoconverso se muestra ostentosamente más cristiano que el cristiano viejo.
Por cierto que es un judio alemán, Maximo José Kant, que escribía con seudónimo de Medina Azahara, el que publicó en la Revista de Occidente, en 1930 una peregrina tesis sobre la saeta, citándose a sí mismo, sin apoyo documental alguno. «La saeta -afirmaba-la creación más grandiosa y genial de la música española, fue ejecutada por los «marranos»-decía, que «marranos era como se llamaba a los judíos conversos-. Es la oración que los conversos cantaban (para aumentar la poca confianza que puso la Iglesia en su cristiandad) o tuvieron que cantar, obligados, a Cristo y a la Virgen. Lo admirable de la saeta es que reúne en sí a la máxima devoción (a Cristo) y la más terrible desesperación (del judío)».
Pero, como apostilla Ricardo Molina,» no existe el menor indicio histórico que apoye ni remotamente la gratuita hipótesis de este escritor».
Nuestros Siglos de Oro son, en cambio, muy proclives a una serie de situaciones, maneras y oficios que rozan todos con la picaresca que aprovechan la credulidad de la gente sencilla y que van desde los santeros, los ciegos privados de la vista corporal y los ciegos falsos o los animeros que hacen sus agostos, por libre y para sus propios provechos y faldriqueras, aprovechando que comienzan a surgir Cofradías de las Animas Benditas del Purgatorio que salen a la calle, llamando a la conversión con las llamadas saetas del pecado mortal, demandando limosnas para sufragios de las almas que purgaban alguna culpa. Estas saetas fueron famosas e incitaban a la piedad de los oyentes.

De parte de Dios te aviso
que trates de confesarte
si no quieres condenarte.

Hombre que estás en pecado
si esta noche murieras
mira bien a dónde fueras.

Restituye y paga luego
que una mortaja, no más
de este mundo sacarás.

La gula engruesa los cuerpos
con sus regalos profanos
para cebo de gusanos.

Son algunas de estas saetas que, con voz estertórea, se entonaban por las calles por los grupos de cofrades que salían, con la servilla de la demanda, o con un cepillo y una campanilla, al anochecer, luego del toque de ánimas. Y no solamente los verdaderos cofrades de las Animas Benditas, sino mucho pícaro suelto que pululó por nuestra geografía en los siglos áureos y de los que han dejado buena cuenta los autores del Estebanillo González, del Guzmán de Alfarache, del Rinconete y Cortadillo,…
Y es que unos a otros se enseñaban a ganar la vida con esos cantos. Así en una escritura encontrada por don José Gestoso en el Archivo de Protocolos sevillano, otorgada en la temprana fecha del 14 de septiembre de 1495, Leonor Rodríguez, mujer de Juan Sobrino, Ollero de Triana, puso a «Lope su hijo, ciego, mozo de edad de doce años con Juan Villalobos, ciego, desde hoy y hasta en cuatro años primeros, para que en este dicho tiempo el dicho su hijo le sirva en el oficio de rezar e le acompañe e le enseñe…» Y es que hicieron oficio y medio de vida del canto de esos rezos y coplas sentenciosas.
Pero a veces eran ciegos fingidos, ciegos vistosos que los llamaban, como aquellos animeros de la «Vida del pícaro Gregorio Guadaña» que pedían, por las calles de Sevilla del XVII, cantando saetas por el alma del Rey Don Pedro El Cruel, o la Perala que desde Sevilla escribió, por mano de Quevedo, a su bravo Lampuga:

Para las ánimas pide
Zaramangullón el largo:
Muy animado le veo
de meriendas y de sayo.

Saeta se llamó también a una especie de coplas de autor, que Adolfo de Castro recogió en su antología de Poetas Líricos Castellanos de los siglos XVI y XVII.
He aquí alguna:

Puesto Dios en una cruz
tus maldades le clavaron
y las piedras le lloraron.

¡Ay de mí!
Yo soy el que os ofendí
¡Y sois Vos
el que padecéis, mi Dios!

Saetas penetrantes las llamaban los misioneros franciscanos y capuchinos del siglo XVII. Y así el libro escrito por Fray Antonio de Escaray, Predicador de Su Majestad y Apostólico de Propaganda Fide de las Indias Occidentales de la Ciudad de Querétaro, en 1691, escribía, en un libro publicado en Sevilla y que tituló «Voces del dolor nacidas de la multitud de pecados que se cometen por los trajes profanos, afeites, escotados y culpables ornatos»: «Mis hermanos, los reverendos Padres del convento de Nuestro Padre San Francisco todos los meses del año, el domingo de cuerda, por la tarde, hacen misión, bajando la comunidad a andar el Víacrucis con sogas y coronas de espinas y, entre paso y paso, cantaban saetas».
O en la biografía del venerable Padre Fray Luis de Oviedo que escribiera el capuchino Fray Isidoro de Sevilla en 1741, se puede leer: » A este concurso numeroso salían a predicar nuestro venerable y su compañero, y ésto con el mayor ejemplo que podían. Iban sin manto, descalzos del todo, los ojos bajos. Uno llevaba enarbolada la sacrosanta imagen del Crucificado Redentor, otro una campanilla que pausadamente tocaba y alternaba echando con clamorosa voz saetas penetrantes, de suerte que todo su conjunto componía un espectáculo que podía mover los corazones más duros…»
Más cercano en el tiempo, nuestro Beato Fray Diego José de Cádiz, predicador incansable, Archicofrade del Santísimo de esta Prioral, Regidor Perpetuo de El Puerto, dejó escritas una serie de saetas penetrantes que recogió en 1829 el padre Agustin de Burgos:

Quien perdona a su enemigo
a Dios gana por amigo.

En asco y horror acaba
todo lo que el mundo alaba.

Dios vengará sus ofensas
el día que menos piensas.

Y en su «Aljaba Mística o Exhortaciones y saetas para el uso de las Santas Misiones», Fray Diego pone estas coplas, entre otras:

Los tormentos y las penas
del divino Redentor
son efectos del pecado
con que el hombre lo ofendió.

Si por las culpas ajenas
castiga Dios a su Hijo
¿Qué será del pecador
su declarado enemigo?

En un raro libro que tengo, impreso por Bernardo José Nuñez, curioso impresor popular portuense, en 1804, el «Semanero Santo para seglares», compuesto por Don Pedro Gómez Bueno, Cura de la Parroquia de Santiago de Cádiz, al contemplar las siete palabras de Cristo en la Cruz, termina con siete saetas. Y la última es una especie de oración que yo, en mi infancia, recuerdo haber oído a inefables beatas portuenses, como Candelaria Leal:

Ya murió mi Redentor,
ya murió mi Padre amado,
ya murió en la Cruz clavado
Mi Dios, mi Padre y mi Amor.

Y en esta misma Iglesia Mayor Prioral, en capilla de Benavides había un Santo Cristo, hoy puesto detrás de este altar mayor, al pie de cuya Cruz, en una alcayata, campeaba un pequeño cuadrito con la siguiente saetilla:

Si lo más hice por tí
que fue morir por salvarte,
¿Cómo no he de perdonarte?

que tiene toda la fuerza del soneto «No me mueve mi Dios para quererte…», sin serlo, y que José Luis Tejada, a la altura de nuestro místicos del Siglo de Oro glosó en un magnifico poema.

Siempre que se trate de manifestaciones de la tradición oral religiosa de raíz popular, hay que echar, también, mano del romancero religioso, inspirado en los evangelios apócrifos. Y me vienen a la memoria las fragmentarias versiones de los romances de la Buenaventura, en que una gitana, en Egipto, predice a la Virgen la Pasión y muerte de su Hijo; o el Romance de la Verónica; o el de la sentencia de Pilatos… Sin embargo, en todo el siglo XIX y el principio del XX comienzan a hacerse muy populares una serie de coplas sentenciosas y morales, algunas líricas, otras puramente narrativas, que tienen mucho que ver con la Pasión y muerte de Cristo, con los Dolores de su Madre Santísima, con San Pedro, San Juan, con la mujer Verónica, con Judas, con los judíos… y las llaman saetas.

Joaquín Turina, en un Congreso de Musicología celebrado en Barcelona en mayo de 1936, afirmó que la saeta antigua es una canción indígena, casi desprovista de adorno. Y debió referirse a las saetas salmodiadas, con voz ladina, que yo llegué a escuchar en este Gran Puerto, incluso a los llamados Pregones de la sentencia de Pilatos y la voz del Ángel que todavía se cantan en muchos pueblos, como Rota, Espera o Puebla de Cazalla.
Pero ¿y la saeta flamenca? Pues, con todos los anteriores ingredientes, al hilo del tiempo, fue surgiendo, apoyada en las estructuras de las siguiriyas y de las tonás. Y aunque hay quienes le ponen una fecha muy tardía, en Sevilla, el año 1924, y creadas por Manuel Centeno, es lo cierto, y hay testimonios de ello, que en Cádiz, en el siglo XIX, fueron memorables las madrugadas de los Viernes Santos, cuando Enrique El Mellizo, a quienes muchos atribuyen la fusión de la saeta con la siguiriya, se situaba con sus hijos, también notables cantaores, Carlota, Enrique Hermosilla y Antonio, en los balcones de la casa que habitaban en la calle del Mirador esquina a Botica y allí retenían el paso del Nazareno interminablemente con el cante de sus saetas, a las que respondían desde la calle, saeteros anónimos, entre la muchedumbre, con quienes entablaban reñida competencia.
Y en época inmediatamente anterior, queda la noticia de una saeta cantada por el portuense Tomás El Nitri en Sanlúcar de Barrameda y, acaso muchos otros eslabones perdidos.
Pero la eclosión de la saeta flamenca tuvo sus detractores. Un folklorista de la talla de don Francisco Rodríguez Marín, escribió en los albores del siglo XX: «El flamenquismo, queriendo dar a Jesús en el Calvario un compañero más, ha crucificado la saeta».
Debió referirse El Bachiller Francisco de Osuna a una clase de saeta que en su época ya comenzó a difundirse, efectista, llena de gorgoritos, melismas, larguísimos tercios, inconsecuente, desasistida de la tradición antigua, desclasada, que ha llegado a nuestros días en los seguidores de los Angelillos, los Valderrama, los Maravillas, los Marchenas…
¿Olvidó, acaso, Don Francisco que ya estaban consolidadas hacía ya mucho tiempo las saetas y brotaban antes y por aquellos entonces de las gargantas de un Enrique El Mellizo y sus hijos, de un Chele Fateta, de Luisa y Enrique Butrón, de un Niño Gloria, de La Pompi, de Tomás Pavón, de La Niña de los Peines, su hermana, de Manuel Torre, de Vallejo, de Centeno, de Chacón…?
En todo el XIX la siguiriya y las tonas, habían hecho un buen maridaje con la saeta antigua. Le habían prestado la estructura misteriosa, arcana, sorprendente y desgarradora.
Hasta aquel macho o remate de la antiquísima toná del Cristo que cita Demófilo, con la letra incongruente y rara de:

¡Oh Pare de almas
y Ministro de Cristo,
tronco de nuestra Madre la Iglesia Santa
y árbol del Paraíso!

José María Pemán dejó escrito que «La saeta, especie de oración silvestre y espontánea, con algo de copla y algo de sollozo, es la cifra y compendio de la devoción andaluza. En ella se increpa a Judas y a los sayones, se departe amistosamente con San Juan, se piropea a la Virgen y a las Marías, se lloran los dolores de Cristo con una familiaridad candorosa y sencilla, y al mismo tiempo con tal sentido de la realidad plástica y viviente, que, más que viendo desfilar a una cofradía por la calle, parece que estuviese el pueblo viendo pasar el trágico cortejo de Cristo, camino de la muerte, en las faldas mismas del Calvario».
Desgraciadamente, por los años 1920 comenzó también el prestigio por la saeta. Se convirtió, en algunos casos, en una manifestación exhibicionista; un signo externo de mal entendido prestigio. Quiero decir, la saeta pagada por el señorito, que en un balcón de su casa contemplaba el paso de las cofradías, mientras mercenarios del cante lo confirmaban en su osadía y su hinchazón, sin ninguna connotación religiosa. Eso ha seguido y seguirá, pero mientras haya personas como las que hoy , por devoción, han querido sumarse a este acto y cantarle a este Cristo Nazareno que nos conmueve, habrá saeta verdadera.
Y ya que he nombrado al Nazareno que nos preside permitdme que recuerde a sus saeteros a los que conocí, desde que por primera vez, acaso con siete años, me incorporé, como acólito provisional, en las madrugadas nazarenas, al lado de mi padre, fiscal de paso, y oí las voces fervorosas y venerables de Pellicer, de Laynez, de Gatica, de Paco El Azotea, de El Caneco, de Esperancita López, de Milagritos Forte, de Matiola, de Carrasco, de Juanito Arjona o el pito de caña con que un anciano interpretaba estremecedoramente su saeta en la Plaza de las Galeras, al paso del Nazareno, todos los años, hasta que uno de ellos faltó y nunca supe quién era.
El Puerto ha sido y es una ciudad de honda tradición saetera. Ha visto pasar la historia completa y tortuosa de cómo la saeta se engendró y tomó carta de naturaleza flamenca. El Puerto que, al amparo de la flota de las galeras tuvo en su solar a pícaros, a ciegos fingidos, a animeros; que tuvo Cofradía de Animas en esta Prioral con magnífica capilla y retablo; que en el siglo XVII fundió con esta Hermandad Nazarena a la Cofradía de Animas de San Nicolás de Eluterio; que vibró con las penetrantes saetas de los misioneros franciscanos y capuchinos; que hizo suyos los retazos de coplas sentenciosas y morales y las pasó por el tamiz flamenco de un Tomás El Nitri, una Teresita Mazzantini, una Ana Losa; una Antonia La Obispa, un Diego el Gurrino…hasta dejarlas pulidas e incorporadas a la tradición, tiene peso específico y legitimación para exaltar a su saeta.
Dejadme que termine con una historia y una reflexión. Es la historia de cómo asistí al nacimiento de una saeta a este Jesús Nazareno, de cómo cambió de casta, de cómo cambió de mano, y entró en la cadena irrefrenable de la tradición:
Manuel Machado, en cuatro versos, hizo un conciso tratado de la anonimia de las coplas populares:

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son.
Y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe su autor.

Y viene al cuento recordar cómo una poesía de autor llega a ser copla. Es un hecho misterioso, que se escapa de las manos del que la compone, el que una obra culta prenda en la tradición popular y se confunda con ella.
Por los años cuarenta, mi padre, Luis Suárez Rodríguez, compuso unos «Gozos de Nuestro Padre Jesús Nazareno» a los que el Maestro de Capilla de la Prioral puso en música e interpretaba todos los años en el famoso quinario del Nazareno. Uno de los cinco motetes decía:

Divino Padre Jesús,
no te abraces al madero;
suelta y déjame la cruz,
porque yo llevarla quiero,
en vez de llevarla Tú.

Y año tras año, el coro del recordado maestro don Francisco Dueñas Piñero con acompañamiento del órgano grande de la Prioral, reforzado con los violines de don Ramón Zarco y de Agustín Moreno, cantaba los «Gozos» en el ejercicio del quinario. En el presbiterio del altar mayor -añadido con su ampulosa maquinaria efímera de altar para los «Cultos»-, con ciriales, incensarios y naveta pululábamos, de dalmática, toda aquella «Comunidad de Venerables Granujas», como Don Antonio Cía nos apodaba a los eventuales monaguillos nazarenos. Tras el rezo del quinario, los «Gozos»; tras los gozos, el sermón; tras el sermón la exposición de Su Divina Majestad y bendición.
Y año tras año, en aquellas fastuosas ceremonias litúrgicas, sonaban en la Prioral los «Gozos» que compuso mi padre. Los motetes fueron cinco, pero de cuatro ni siquiera queda noticia. De los cinco, el que tuvo mejor fortuna fue el que he copiado y que pervivió como copla.
En lo culto que salta a la categoría superior de lo tradicional opera una especie de «selección natural» en que se salva sólo aquello que intrínsecamente tiene garantías de supervivencia, sin que se haya sabido nunca qué cualidades estéticas son precisas para permitirle dar ese salto que tiene mucho de sintonía vivencial.
Una madrugada del Viernes Santo de los años sesenta, Paco «El Azotea» y Pellicer, mano a mano, no bien hacía «fondo» el paso de Nuestro Padre Jesús Nazareno, comenzaban a cantar sus saetas que atronaban el silencio de la noche penitencial. Yo, que iba de fiscal de paso, no pude reprimir mi emoción al identificar, en una de las coplas de Paco, la letra del motete que mi padre había compuesto.
Pero la cosa no quedó ahí. En plena Campana de Sevilla la volví a oír otra vez y entonces de los labios de Antonio Mairena. Supe, después, que el maestro de los Alcores la había copiado, oyendo la radio, de un concurso de saetas.
Y, en Jerez, al hacer fondo el Nazareno frente a «La Venencia», oí la misma saeta una madrugada.
Luego, Paco «El Azotea» la ha vuelto a cantar muchas veces. Y yo la he oido. Y la copla, yo no pregunto de quién es. Que para que me diga que no lo sabe, que es popular, me basta con oírla cantar y guardar el secreto. Porque, como Manuel Machado concluye:

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Luis SUAREZ AVILA


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2 responses

18 03 2010
Rafael Ángel

Maravilloso documento, del que es, arte y parte usted y su augusta familia. Enhorabuena. Usted si que tiene que contar. No te canses y que Dios te conserve la ilusión muchos años para el bien histórico local.

14 08 2010
adolfo-tecn de repsol

luis suarez no tengo el placer de conocerte personalmente.pero cuando escribas algo del puerto o le comente a morillo dile esto que te digo.Hace ya años en el puerto habia un Sr. que pasando por las calles hacia partes de trabajo de los desperfecto de la via publica los cuales re arreglaban enseguida este Sr. era dueñas que bueno era como llevaba la banda como tocaba el organo como trataba a la gente quitaba los baches de las calles y eso es lo que hay que hacer ese valdelagrana abandonado es la zona de olaya con menos futuro del puertp las acera en algunos sitios poca cosa esta n rota las palmeras no se podan los pasos de peatones no se pintan haber presidente de la comunidad de propietarios de valdelagrana habersi luchas un poco po esto

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